lunes, 23 de enero de 2012

La leyenda del Valle Rojo

El desacostumbrado silencio le advirtió. Primero lo encontró extraño. Luego la inquietud se fue apoderando de él y por último emprendió la carrera. Una catástrofe, una perversión, se había enseñoreado del lugar.

Su presunción era acertada. La tragedia se había consumado: la cerca estaba derribada. No es que fuera muy fuerte, unas simples tablas que ante todo servían de límite y poco más.

Y había sido destruida con detenimiento. La mano directora de la criminal acción se había esmerado.

Detrás habían arreado el ganado. A su paso las plantas habían sido machacadas. Las vacas no comen hortalizas, pero su peso destruye todo lo que está bajo sus pezuñas. Los frutales habían sido arrancados, estos sí, con cuerdas y por hombres a caballo.

Nada quedaba en pie. Nada era aprovechable. El trabajo de meses ─de años─ destruido irremediable en pocos minutos.

Irrecuperable.

El hambre se cernía sobre él. Sobre su familia. Los niños no tendrían que comer. Sabía que no podía pedir ayuda. Nadie lo socorrería.

La negrura de la cólera le invadió. La furia salvaje reemplazó a la indignación.

Dio la vuelta. Se dirigió al poblado.

Sucio, sudoroso, cansado, se adentró en la única y desierta calle. Percibía que ocultos tras las cortinas, los asustados habitantes lo contemplaban pasar. Todos sabían, todos esperaban.

Se dirigió al local y empujó los batientes.

Las miradas de todos aquellos que se encontraban allí estaban fijas en la puerta, en él. Le esperaban. Silenciosos. Expectantes.

Miró buscando. No tuvo necesidad.

─¿Cómo no estás trabajando en tu plantación?

La irónica pregunta fue seguida de una carcajada. A esta señal, el resto de la concurrencia empezó a reír también, ostentosos, crueles.

Se dirigió hacia el que había hablado. Podía haber pasado por su gemelo.

Era su hermano.

Lo observó airado.

─Te lo advertí, hermano. No queremos labriegos por aquí. Este valle es para el ganado. Solo ganaderos.

Y volvió a reír.

La miseria de sus hijos subió a sus ojos. No pensó más. Golpeó. El puño se estrelló en la cara rompiendo la risa.

Su hermano cayó hacia atrás. La cabeza golpeó con el borde de la escupidera. Quedo inerme.

─¡Está muerto!─ exclamó el primero en atenderlo.

Salió corrriendo del local. Corrió, corrió. Sabía que ya nunca podría dejar de correr. Correr era su sino.

Llegó a su choza. Apresurado cargó el carro con lo más indispensable. Subió a la mujer y los hijos. Emprendió la huida.

Sabía.

El sheriff, el juez, las autoridades en suma, ya habían dictado sentencia.

Los poderosos siempre tienen razón.

Él era un paria.

La prensa le acusó, le persiguió, le señaló como un terrible, peligroso y despiadado asesino.

Las fuerzas de Seguridad del Estado recibieron orden de disparar sobre él en cuanto lo viesen. Lo querían muerto.


Y él huyó, huyó, estigmatizado para siempre con esa marca de asesino. Él y su familia.

El despiadado iniciador, el verdadero culpable, su hermano Abel, pasó a la historia como paradigma de la bondad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario