miércoles, 5 de junio de 2013

Desnudando el corazón

No llamaba la atención. Era un hombre vulgar de esos que en los partidos políticos colocan el veintidós en las listas cuando sólo hay que cubrir veinte candidatos.
Nunca había destacado en nada, ya desde pequeño. No era nadie, prácticamente no existía. Por no ser, ni siquiera era del Madrí. Por lo mismo seguía soltero. Ni las mujeres se fijaban en él.
Trabajaba sí, en un almacén, pero importaba tan poco que en más de una ocasión habían cerrado sin percatarse de que él continuaba dentro. Y era habitual que tuviese que reclamar una nómina que se olvidaban de preparar.
Aunque tenía una singularidad y por timidez, la mantenía oculta. Su metabolismo. En eso se diferenciaba del resto de los humanos. Absorbía el calor aun en las condiciones más extremas. En los días fríos, él no notaba las inclemencias del ambiente. Hubiera podido ir desnudo sin sentir ninguna molestia.
Pero cuando llegaban las calores... entonces sufría, sufría lo indecible. Al llegar a casa para soportarlo, tenía que quitarse la piel y colgarla en el perchero.

miércoles, 29 de mayo de 2013

Tiempo de té para Popeye


Era un mediodía caluroso en el mes de agosto, cuando lo encontró. Primero producía  repulsión, luego asco y por último, mirando con atención, se apreciaban algunos rasgos caninos.
Era un animal desvalido. Dejando a un lado un pellejo que cubría un escaso cuerpo plagado de huesos, unos ralos pelos de un color cuyo nombre más aproximado sería el de sucio, un tamaño minúsculo que denotaba los pocos días del animal, se podía apreciar una mirada asustada, temblorosa, moribunda.
Lo recogió y lo llevó a casa, lo que le valió una discusión con su mujer, ¡cuando no! Y allí lo lavo, alimentó y lo llamó Popeye. Creció, aunque no mucho pues era de ascendencia  plebeya.
Todas las tardes, a las cinco le esperaba. Él le acariciaba la cabeza, le rascaba detrás de las orejas y Popeye era feliz. Hasta el día en que un autobús  se lo llevó por delante y Popeye lo esperó inútilmente.
Tardó en asimilar la noticia. Pero ahora, todas las tardes a las cinco se dirige a su tumba, se sienta y espera hasta que él saca el brazo, le acaricia la cabeza y le rasca detrás de las orejas. Entonces, es feliz.

Las ocurrencias del ascensor


Entró con paso decidido en el ascensor. Apretó el botón, quinta planta. Cuando se percató del tiempo transcurrido miró el indicador, marcaba el piso treinta y dos. Le extrañó pues el edificio sólo tenía seis plantas, pero esperó confiado.
Pasó el tiempo y los pisos. El trescientos dos, el novecientos sesenta... Al medio día se abrió un compartimiento y surgió un plato de macarrones realmente sabrosos, medio pollo rustido, un yogurt desnatado y un carajillo de Aromas de Montserrat. Fue a fumar pero el letrero que se encendió le hizo desistir.
La cena también fue agradable, sopa de cebolla, lenguado a la plancha y una naranja.
Cuando se abatió una litera comprendió que era la hora de dormir. Así lo hizo.
Sonó una música suave. Tras lavarse, chocolate con porras.
Poco después el ascensor se detuvo, piso setecientos mil trece. Se abrió la puerta.
No le extraño nada al toparse con un marciano.

Aquellas tardes de claqué


Desde pequeña quiso ser bailarina. Se esforzó. Horas y horas de escuela, de ejercicios, de sudores, de lágrimas. El tiempo pasó, creció. Empezó a trabajar, pequeños papeles. Luego otros más importante, y más. Su nombre empezaba a ser conocido en los ambientes teatrales.
En una obra tuvo que hacer un papel cómico. Gustó. Gustó tanto que le ofrecieron otro en la misma línea en un comedia. Sin bailar. Su éxito fue meteórico. Siguió en esa nueva faceta. Al poco tiempo, su nombre estaba en los luminosos.
No tardó mucho en ser protagonista, la reina de la comedia, como algún gacetillero la bautizó.
Broodway a sus pies.
Su presencia en el escenario era sinónimo de éxito, llenos seguros, críticas favorables y lo que de verdad le interesaba al empresario, billetes y más billetes entrando en las taquillas.
Se retiró escogiendo el momento adecuado, antes de que la decadencia y los años señalasen su declive. Su fortuna era suficiente para gozar de la vida hasta el final de los días.
Así fue. Feliz, admirada, querida, una figura universalmente reconocida. Y allí, en el fondo, muy en el fondo, escondida pero no olvidad, una sola pena. Nunca bailo con Fred Astaire.

La palpable injusticia


Desde luego tengo la negra. Porque a ver. ¿Que culpa tengo yo? Mire usted. Estaba viendo tranquilamente el partido. Y mi costilla, venga a dar la tabarra: ¡Vamos a casa de mi madre, deja la tele, vámonos ya!
Y así todo el rato. Yo, «espera, un momento, enseguida acaba, espera» y nada, seguía con la murga.
Hasta que de pronto se acerca y desenchufa la tele ¡en el momento en que iban a tirar un penalti!
Le tiro el tercio a la cabeza. Lo esquiva, resbala, se cae y se da con la esquina de la mesa. Se escalabra. Me lanzo a encender la tele ¡y ya habían tirado el penalti! Luego me entero. El hijo de puta del portugués lo había fallado. Total, perdimos el partido y la liga.
¿No es mala suerte? Sí, cuando llegó el médico estaba ya tiesa, y ahora me acusan a mi. ¡Qué injusticia!
Y por si fuera poco, me he enterado que de el cabrón del juez que me ha tocado ¡es del Atleti!

lunes, 23 de enero de 2012

La leyenda del Valle Rojo

El desacostumbrado silencio le advirtió. Primero lo encontró extraño. Luego la inquietud se fue apoderando de él y por último emprendió la carrera. Una catástrofe, una perversión, se había enseñoreado del lugar.

Su presunción era acertada. La tragedia se había consumado: la cerca estaba derribada. No es que fuera muy fuerte, unas simples tablas que ante todo servían de límite y poco más.

Y había sido destruida con detenimiento. La mano directora de la criminal acción se había esmerado.

Detrás habían arreado el ganado. A su paso las plantas habían sido machacadas. Las vacas no comen hortalizas, pero su peso destruye todo lo que está bajo sus pezuñas. Los frutales habían sido arrancados, estos sí, con cuerdas y por hombres a caballo.

Nada quedaba en pie. Nada era aprovechable. El trabajo de meses ─de años─ destruido irremediable en pocos minutos.

Irrecuperable.

El hambre se cernía sobre él. Sobre su familia. Los niños no tendrían que comer. Sabía que no podía pedir ayuda. Nadie lo socorrería.

La negrura de la cólera le invadió. La furia salvaje reemplazó a la indignación.

Dio la vuelta. Se dirigió al poblado.

Sucio, sudoroso, cansado, se adentró en la única y desierta calle. Percibía que ocultos tras las cortinas, los asustados habitantes lo contemplaban pasar. Todos sabían, todos esperaban.

Se dirigió al local y empujó los batientes.

Las miradas de todos aquellos que se encontraban allí estaban fijas en la puerta, en él. Le esperaban. Silenciosos. Expectantes.

Miró buscando. No tuvo necesidad.

─¿Cómo no estás trabajando en tu plantación?

La irónica pregunta fue seguida de una carcajada. A esta señal, el resto de la concurrencia empezó a reír también, ostentosos, crueles.

Se dirigió hacia el que había hablado. Podía haber pasado por su gemelo.

Era su hermano.

Lo observó airado.

─Te lo advertí, hermano. No queremos labriegos por aquí. Este valle es para el ganado. Solo ganaderos.

Y volvió a reír.

La miseria de sus hijos subió a sus ojos. No pensó más. Golpeó. El puño se estrelló en la cara rompiendo la risa.

Su hermano cayó hacia atrás. La cabeza golpeó con el borde de la escupidera. Quedo inerme.

─¡Está muerto!─ exclamó el primero en atenderlo.

Salió corrriendo del local. Corrió, corrió. Sabía que ya nunca podría dejar de correr. Correr era su sino.

Llegó a su choza. Apresurado cargó el carro con lo más indispensable. Subió a la mujer y los hijos. Emprendió la huida.

Sabía.

El sheriff, el juez, las autoridades en suma, ya habían dictado sentencia.

Los poderosos siempre tienen razón.

Él era un paria.

La prensa le acusó, le persiguió, le señaló como un terrible, peligroso y despiadado asesino.

Las fuerzas de Seguridad del Estado recibieron orden de disparar sobre él en cuanto lo viesen. Lo querían muerto.


Y él huyó, huyó, estigmatizado para siempre con esa marca de asesino. Él y su familia.

El despiadado iniciador, el verdadero culpable, su hermano Abel, pasó a la historia como paradigma de la bondad.

domingo, 22 de enero de 2012

Consejo util

Cuando el cuerpo muerto resucita, lo habitua les que necesite una cantidad ingente de líquido para lavar concienzudamente los conductos interiores que están llenos de barro y otras porquerías. es por ello conveniente el colocar junto al cadaver del cual estamos esperando la resurrección, un bidón de cuatrocientos o quinientos litros de agua de lluvia (es aconsejable) y una buena brazada de toallas límpias.



De nada