miércoles, 29 de mayo de 2013

Tiempo de té para Popeye


Era un mediodía caluroso en el mes de agosto, cuando lo encontró. Primero producía  repulsión, luego asco y por último, mirando con atención, se apreciaban algunos rasgos caninos.
Era un animal desvalido. Dejando a un lado un pellejo que cubría un escaso cuerpo plagado de huesos, unos ralos pelos de un color cuyo nombre más aproximado sería el de sucio, un tamaño minúsculo que denotaba los pocos días del animal, se podía apreciar una mirada asustada, temblorosa, moribunda.
Lo recogió y lo llevó a casa, lo que le valió una discusión con su mujer, ¡cuando no! Y allí lo lavo, alimentó y lo llamó Popeye. Creció, aunque no mucho pues era de ascendencia  plebeya.
Todas las tardes, a las cinco le esperaba. Él le acariciaba la cabeza, le rascaba detrás de las orejas y Popeye era feliz. Hasta el día en que un autobús  se lo llevó por delante y Popeye lo esperó inútilmente.
Tardó en asimilar la noticia. Pero ahora, todas las tardes a las cinco se dirige a su tumba, se sienta y espera hasta que él saca el brazo, le acaricia la cabeza y le rasca detrás de las orejas. Entonces, es feliz.

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