viernes, 12 de noviembre de 2010

Calcetines, braguitas...

Al verla un buitre la considera un acogedora vivienda campestre. Vamos descendiendo. Según nos acercamos podemos comprobar que le queda poco de acogedora, ni de vivienda tampoco. Una vez enfrente, aseguramos que ni el día de su bautizo fue bonita. Y de eso hace ya mucho tiempo, décadas y décadas sometida a la lluvia, el viento, el frío, el sol, el granizo, la tormenta, los animales y cualquier otro ingrediente adecuado para deteriorar una construcción. Giramos alrededor. Los cristales desaparecidos, ni restos visibles quedan por los suelos, los marcos desvencijados, las paredes agrietadas, el revestimiento aparece en escasos lugares.
Entremos, con cuidado. La puerta cuelga de una bisagra desclavada. El suelo está lleno de escombros, de basura, detritos, inmundicia informe. Recuerdos del paso de múltiples animales, de algún humano. Sigamos investigando. Cada recinto es una fotocopia del anterior. Partes irreconocibles de muebles mutilados, angustioso olor a soledad y desesperanza.
En la última habitación en la que entramos, una escalera. Alzamos la vista. No hay un piso superior. La escalera no lleva a ninguna parte. ¿Con qué objeto se construye una escalera sin objeto? Nunca lo sabremos.
Salgamos, abandonemos este monumento a la desolación. Demos una vuelta al inmueble. Sorprendentemente, en la parte trasera hay un tendedero con varias prendas recientes, calcetines, una camisa, unas braguitas, un par de pantalones, una blusa...
Nos quedamos estupefactos. Miramos de nuevo alrededor. Nadie. Ni un sonido. Nada.
Nos alejamos un tanto ampliando la perspectiva. No hay otra señal de existencia humana. Nos volvemos de espaldas. Tampoco ahí se aprecia nada. Giramos de nuevo.
La casa ha desaparecido. Ante nosotros se extiende la solitaria llanura. No queda huella de ninguna construcción.
Nos encogemos de hombros y continuamos nuestro camino.

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