jueves, 4 de noviembre de 2010

Misión

Desde su entrada en el convento, la hermana sor Virtudes había contraído una costumbre, hábito o manía, llámesele como se quiera, aunque ella rechazaría todas estas descripciones, sobre todo la última y lo llamaría humildemente su misión. Consistía esta en ocupar todo el tiempo que le quedaba libre de sus obligaciones cotidianas en salir al patio y allí, en un rincón, por costumbre siempre el mismo, levantaba la vista y así permanecía estática hasta que la llamada de la obligación le impelía a dejarlo.
Al principio extrañó su conducta, aunque aclarado su objeto, pasó a ser causa de irrisión para con el tiempo transformarse en una cariñosa compasión y un comentario eximente –dejadla, no hace ningún daño–.
Porque sor Virtudes, allí, en el rincón del patio estaba esperando una señal. La Señal. Ese era el propósito que guiaba todos sus actos, esperar La Señal.
Así durante veinte años. Imperturbable, con frío, calor, tormenta o bonanza, la figura de sor Virtudes se erguía en su rincón.
Ocurrió en primavera, cuando como ya anunció el poeta vuelven las oscuras golondrinas, una de éstas precisamente, dejó caer el resultado de su deyección sobre el ojo izquierdo de la monjita.
No le cupo ninguna duda, no vaciló un ápice de segundo. Era La Señal.
De ese suceso han transcurrido poco más de diez años.
Desde aquel día, sor Virtudes ha abandonado el patio. Ahora permanece encerrada en la celda, sentada en una carcomida silla de anea esperando.
Ahora, sor Virtudes espera oír la voz. La Voz.
Esa Voz que tiene que aclararle el significado de La Señal.

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