sábado, 13 de noviembre de 2010

Una calle cualquiera


 
La calle era ancha, muy ancha, tan extremadamente ancha que los que decidían cruzarla se despedían de los parientes y amigos, dejaban en orden todas sus obligaciones, hacían testamento, y entre lágrimas de los hijos y suspiros entrecortados de la mujer, emprendían la gran aventura.
Nadie sospechaba que es lo que había al otro lado. Ninguno de los que emprendieron la marcha había regresado.
Tampoco había arribado a este lado ningún semejante proveniente del apartado allá.
Pero que algo había era seguro. En ocasiones, raras, pero alguna existió, el viento traía despojos de origen desconocido, hojas de plantas que no se habían desarrollado en este lado de la calle, trozos de papel impresos en caracteres extraños, incluso una brillante pluma de un ave maravillosamente irreal.
Este lado tenía los números impares, luego era natural suponer que al otro lado de la calzada, las casas tendría números pares. Por eso era corriente comentar si a lo lejos se distinguía nubes oscuras: «los pares tienen hoy tormenta» como si se tratase de amigos apartados.
No obstante existía un larvado nacionalismo y en su interior todos estaban convencidos de su superioridad sobre los pares. Y por eso temían establecer el contacto, por si estuviesen equivocados.
Y miraban suspicaces el asfalto que les unía y separaba de la verdad.

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